=

Seis años ya, hermanito Jimmy

noviembre 7, 2022

Éramos amigos, muy amigos, lo fuimos durante más de veinticinco años

 

Jimmy se inició en la Masonería por envidia. Esto, naturalmente, es una broma de las que a él le habrían hecho bufar: por eso lo escribo. Pero algo hay, ¿eh?, algo hay. Éramos amigos, muy amigos, lo fuimos durante más de veinticinco años. Nos veíamos todas las tardes en el mismo bar, charlábamos, tomábamos algo y luego para casa. Compartíamos aficiones, gustos, pasión por los libros y la música y la historia y cien cosas más. Esto quiere decir que nos pasábamos la vida discutiendo, porque Jimmy, por más suizo que fuera (suizo de Valladolid, decía él), tenía un carácter muy fuerte. Lo mismo que yo. Por eso nos queríamos tanto.

Una de aquellas tardes del bar, quince años hará de esto, Jimmy se me plantó delante y empezó a reñirme. “Pero vamos a ver, ¿a ti qué te pasa?”, me gruñó. Yo, como es lógico, dije que no me pasaba nada. “Vamos anda”, rezongó, “llevas una temporada más raro que la puñeta. Sonríes todo el tiempo, se te ha puesto cara de buenín, todo te parece bien, ya no discutes y sobre todo ¡ya no te enfadas! ¿Cómo puede ser que tú no te enfades? ¡A ti te pasa algo, Luisín!”.

Traté de evitarlo como pude, pero al final confesé: me había hecho masón. Jimmy enrojeció: “¿Masón? ¿Tú?” Yo asentí. Ahí Jimmy estalló: “¡Pero bueno! ¡Y no me habías dicho nada! ¡Qué cara más dura! Pues si tú te has hecho masón, ¡yo también quiero! ¡Que a mí en Suiza me iniciaron en la Orden de los Caballeros del Arco de San Sebastián, y a ti no! ¡Que tú no vales más que yo para esas cosas! Así que, venga, ya te estás explicando, ¿qué hay que hacer para ser masón?”

Yo llevaba un rato haciendo gestos para que se callase, o al menos para que bajase la voz, porque todo el bar se estaba enterando del asunto y se supone que aquello era un secreto. Pero cuando me preguntó, muy airado, qué había que hacer para ser masón me salió del alma, lo admito, un soplido de crueldad y decidí reírme un poco de Jimmy.

–No sé yo si tú reunirás las condiciones…

Buena la hice. Me llamó de todo. Gritó, amenazó, presumió de su cordón de Arquero de San Sebastián; luego rogó, suplicó, imploró, me abrazó, hizo pucheros como un niño. Se puso tan pesado que yo, al llegar a casa, agarré el teléfono y hablé con quien tenía que hablar, uno de los Maestros de mi Logia. Estaba feliz. El Maestro, digo. Yo, muchísimo más.

El día de su iniciación estaba como si se hubiese dado un golpe en la cabeza. Atontado. Pasmado. Iba y venía con cara inexpresiva, como si la cosa no fuese con él. No debo contar cómo fue y además no quiero porque no sirve para nada (cada iniciación es distinta, es una experiencia personal que no hay forma de explicar), pero sí diré que yo hice la música. Puse todo el cariño del mundo y, en el momento culminante, hice sonar una pieza que él adoraba: Souvenir de Chine, de Jean-Michel Jarre, que Jimmy había usado como sintonía de su programa de radio. Pues nada. Ni la menor reacción, como si hubiese sonado el hilo musical. Jimmy seguía alelado.

Cuando salimos a la calle, ya alta la madrugada, Jimmy murmuró, inexpresivo:

–Tengo que ir al baño. Vamos a tu casa.

–Pero podemos buscar un bar que esté abiert…

–Vamos a tu casa.

Cuando llegamos a mi casa Jimmy no entró en el cuarto de baño. Se dejó caer en el sofá y dijo, con la misma voz anodina de toda la tarde:

–Luisín, vuelve a ponerme la música de Jarre que sonó esta noche, anda.

Y ahí se le saltó el limitador. Estuvo dieciocho minutos llorando como un niño, dieciocho minutos de reloj. Hipaba, se secaba los ojos, parecía que se calmaba y luego volvía a empezar. Cuando se le secó el manantial, me dio un abrazo muy largo (en realidad fueron tres) y se fue a su casa sin decir nada más.

Jimmy fue la demostración inapelable de que la Masonería, si se hace bien, cambia a las personas. En realidad, está inventada para otra cosa: intenta conseguir que cada cual se conozca mejor a sí mismo, lo cual ya sería un asombroso prodigio porque a ver quién consigue eso, y luego facilita la convivencia: en la Logia aprendemos, entre muchas cosas más, la voluntad de cultivar todos las cosas importantes, que son las que nos unen, y a dejar de lado las que casi siempre nos separan, como son la política, la religión, la procedencia social o incluso el fútbol. Sobre las malas personas (que las hay, como en todas partes), la Masonería no tiene el menor efecto. Pero a las buenas personas las hace mejores. Las cambia. Y Jimmy era una buena persona.

Tener a Jimmy en nuestra Logia, Arte Real, alteró nuestra vieja relación personal. Era lógico. Ahora, además de amigos, éramos hermanos masones, que es cosa muy distinta. Nuestras rabietas y discusiones bajaron de tono, por lo menos al principio. Pero si yo hacía la música para las Tenidas, él tenía que hacerla también, por supuesto de manera distinta. Y si él era muy bueno con el diseño gráfico (que vaya si lo era), yo tenía que serlo también. Era como una competición un poco infantil. Pero luego llegaba lo importante: gracias a la Masonería nos queríamos, nos entendíamos y nos aceptábamos más que nunca antes. Los dos sabíamos que seguíamos siendo capaces de reñir como habíamos hecho siempre, pero ahora había un refugio, un espacio sagrado que ninguno de los dos podía romper: la hermandad, nuestra condición mutua de hermanos. Eso era lo que hacía que, con o sin trifulcas (que eso era lo de menos), cada uno de los dos estuviese pendiente del otro para ver qué necesitaba, qué le faltaba, qué le apenaba o qué quería. En aquellos años nos ayudamos el uno al otro más que nunca. Además de amigos, éramos masones.

Jimmy, que no tardó en adoptar el nombre simbólico de Arquero (qué otro habría podido elegir), tenía una cualidad extraordinaria y muy poco frecuente entre las personas: siempre estaba allí. No se cansaba nunca. Cuando había que trabajar, era el primero. Cuando tocaba irse ya para casa, era el último. Cuando alguien necesitaba que le echasen una mano, él echaba las dos, siempre, durante el tiempo que fuese necesario. No le asustaba cargarse de trabajos que quizá otros, disimuladamente, procurábamos eludir. Cuando hacía falta alguien para hacer algo mirabas a la derecha, mirabas a la izquierda y veías a más o menos gente, pero Jimmy siempre estaba allí.

Lo que la Masonería no le quitó fue la cabezonería, eso era imposible. Hubo discusiones absurdas que se repitieron en Logia como veinte veces, porque cuando a Jimmy se le metía una cosa en la cabeza era muy difícil sacarla. Nunca logramos convencerle, por ejemplo, de que la mayoría absoluta era lo que era, no lo que él quería que fuese. Otra: la Masonería no le curó (aunque me consta que hizo lo que pudo) de su aversión a la idea de dios. Jimmy no era un ateo tranquilo y sosegado sino militante, un ateo furibundo. Cada vez que en el bar a mí se me escapaba una frase hecha, como por ejemplo “vaya por dios”, Jimmy saltaba como un resorte: “¡Ya estás otra vez invocando a tu amigo imaginario!”. A mí me daba la risa, cómo no. Quiero creer que solo lo hacía conmigo, porque en la Logia jamás se comportó así.

Se convirtió en uno de los puntales de Arte Real, en una pieza indispensable para que nuestro motor funcionase. Y no solo nuestra Logia: también otras, a las que acudía con mucha frecuencia, casi siempre para ocuparse de la música pero no solo. Y también de la GLSE, la “casa grande” para la que hizo impresionantes trabajos de diseño gráfico que hoy seguimos usando.

 

Y un día se fue. Sin avisar, sin que lo sospechase nadie, ni siquiera él mismo. A mí me llamó el hermano “Juanítix” como a media mañana: “Hay una mala noticia: ha fallecido Jimmy”. Pero Juanítix era un bromista, todos lo sabíamos, y mi primera reacción fue pensar que me estaba tomando el pelo. Y no. Era cierto. A Jimmy, que era un poquitín mayor que yo y que se cansaba en las cuestas arriba, lo derribó un infarto repentino. Estaba solo en su casa. Fue el 6 de noviembre de 2017. Hace ahora seis años.

Se abatió sobre nosotros, también sobre mí, un acre desaliento, una tristeza que bajó de pronto, espesa como la niebla. El bar de cada tarde, al menos para mí, se quedó vacío y no tardé mucho en dejar de ir. En la Logia nos mirábamos todos como si no supiésemos bien dónde estábamos ni por qué. Jimmy ya no estaba; el que había estado siempre, de pronto ya no estaba. Eso fue lo peor. Lo dijo otro hermano que también se ha ido ya, Enrique Tierno: “Lo más duro es que ya no está y lleva tiempo acostumbrarse a eso. Cuando queremos a alguien, también lo necesitamos. Pasa todos los días. No encuentras una dirección de correo, no recuerdas una música o un número de teléfono, o te pasa algo hermoso que quieres compartir, y la primera reacción es siempre la misma: ‘Voy a llamar a Jimmy’. Y tardas dos o tres segundos terribles en recordar que Jimmy ya no está”.

Arte Real hizo en su memoria una Tenida de honras fúnebres que reventó la capacidad de la Logia. El Distrito Centro de la GLSE hizo otra, en el Ateneo de Madrid, en la que hubo gente que se quedó en la puerta porque allí dentro no cabía un alfiler. En su entierro no hubo un solo símbolo religioso, como él quería, y lo cremaron con su mandil de Aprendiz masón puesto. Éramos muchísimos aquel día.

Ahora, cuando hablamos de él, dicen los hermanos y hermanas que llegaron después: “Qué pena no haberle conocido”.

No es así. Sí le conocéis. Nosotros, los que vivimos con él, hacemos lo mismo que se lleva haciendo en Masonería desde hace muchos siglos: transmitimos a quienes van llegando después lo que un día nos dieron a nosotros. Y entre esas cosas que transmitimos está la memoria de los mejores. Eso es, creo yo, lo que los masones llamamos “Oriente Eterno”. Eso es la inmortalidad: ser recordado. Jimmy no creía que hubiese una vida más allá de la muerte. Lo que sí hay, y él lo sabía muy bien, es la llama del recuerdo que sigue ardiendo en el corazón de cada cual. Es la memoria de los que te amaron la que te mantiene vivo.

Si es así, Jimmy Schnieper, el hermano Arquero, está más vivo que nunca. También para mí, aunque hayan cerrado nuestro viejo bar. Pero en Arte Real, nuestra Logia, sigue tan presente y tan necesario como lo fue desde el día en que entró por primera vez. No se ha ido, cómo podría. Si Jimmy no se iba nunca…

H.·. Carretero