Nuestro hermano Nico, Nicolás Brihuega Barba, a quien le gustaba que le llamásemos “Sorel”, nos ha dejado. Estamos destrozados, lo mismo nosotros, sus hermanos y hermanas masones, que todas las personas que le conocían. El covid-19 se llevó, en apenas diecinueve días, a este queridísimo hermano siempre sonriente, siempre afable, siempre atento a lo que pudieran necesitar los demás. Rondaba los 60 años pero aparentaba muchos menos.
No pertenecía a nuestra Logia, Arte Real, sino a otra Logia hermana: Amanecer, nº 31 de la GLSE en Madrid, pero eso daba igual porque Nico era un masón, por así decir, “transversal”: le encantaba visitar otros Talleres y al nuestro vino incontables veces, siempre impecablemente vestido y engalanado con los más exquisitos atavíos masónicos (eso era algo que le encantaba) y siempre deslumbrante, porque Nicolás Brihuega era un sabio.
Daba gloria oírle. Masón veterano a pesar de ser aún joven, dedicó mucho tiempo y su mejor esfuerzo a difundir la realidad masónica en libros magníficos. Entre ellos están Siete semblanzas masónicas, en las que se traza un hermoso retrato de seis hombres y una mujer hoy demasiado olvidados, a pesar de su importancia histórica para la Masonería; Raíces paganas del cristianismo, en el que explica qué hay de verdad y qué de invención o “préstamo” en el relato cristiano (Nico no tenía creencias religiosas cristianas, pero era un historiador muy serio) o el último, Masones en las Letras, que bucea en la vida y en la obra de diversos escritores masones. Este libro lo presentó, en junio de 2019, un hermano de nuestra Logia, Arte Real. Nico hablaba tan bien (y con una voz casi radiofónica) que sus intervenciones en nuestro Taller, siempre comedidas, siempre enjundiosas y acertadas, resultaban difíciles de olvidar. Aprendimos muchísimo con él y de él.
La “partida hacia el Oriente Eterno” (así llamamos los masones a la muerte) de una persona así ha sido, como es comprensible, extremadamente dolorosa. Todos le queríamos. Todos admirábamos su inteligencia, su sabiduría y su experiencia, pero por encima de todo le queríamos. Nico era uno de esos raros hermanos que siempre estaban allí cuando se le necesitaba. O por si acaso se le necesitaba. El primero en ayudar y el último en tener una mala palabra para nadie, que no las tenía jamás. Un masón de los pies a la cabeza. Un extraordinario ser humano que se hacía querer.
ALGO MÁS TRÁGICO
Pero la partida de Nico, completamente inesperada para la gran mayoría de nosotros (el verano, inevitablemente, nos dispersa un poco) ha tenido una circunstancia añadida que la ha hecho aún más trágica para todos. Nuestro hermano Nicolás tenía opiniones y posiciones algo extremas en algunos aspectos de la vida, hay que pensar que como muchísima gente. Nico no quiso vacunarse contra el covid-19, él sabría por qué. Contrajo el virus este mismo verano. Y ahora está muerto.
¿No quiso? Su hija Minerva Brihuega, que tiene veinte años y a la que estaba muy unido, nos dice que, en los últimos tiempos de su vida, Nico fue víctima de una enfermedad terrible: una depresión profunda. Y que, en su opinión, esa depresión le hizo especialmente vulnerable a la influencia del grupo de “amigos” que le animaron, le jalearon para no vacunarse, a que se sintiera un “héroe alternativo”. Y ahora está muerto.
Minerva ha escrito un texto tremendo sobre la muerte de su padre. Un texto en el que hay, además de mucha pena, mucha indignación. Entre otras cosas, dice esto:
“Una cosa que quiero dejar bien clara en este post es que 𝗻𝗶 𝗼𝗹𝘃𝗶𝗱𝗼 𝗻𝗶 𝗽𝗲𝗿𝗱𝗼𝗻𝗼 𝗮 𝗹𝗮𝘀 𝗽𝗲𝗿𝘀𝗼𝗻𝗮𝘀 𝗾𝘂𝗲 en los últimos días conscientes de mi padre 𝗹𝗲 𝗮𝗻𝗶𝗺𝗮𝗿𝗼𝗻 𝗮 𝗻𝗼 𝗽𝗼𝗻𝗲𝗿𝘀𝗲 𝗹𝗮 𝘃𝗮𝗰𝘂𝗻𝗮, a quedarse en casa, a no meterse un puñetero palito por la nariz y a no ir bajo ninguna circunstancia al Hospital. No creo en nada más que en mí misma, pero si hay un infierno estoy segura de que cada uno de vosotros tiene un sitio reservado al lado de Satanás. Porque la puta verdad es que 𝗲𝗻𝘁𝗿𝗲 𝘁𝗼𝗱𝗼𝘀 𝗺𝗲 𝗵𝗮𝗯é𝗶𝘀 𝗮𝗿𝗿𝗲𝗯𝗮𝘁𝗮𝗱𝗼 𝗮 𝗺𝗶 𝗽𝗮𝗱𝗿𝗲, y eso no puedo pasarlo por alto, por mucho que os declaréis amigos incondicionales.
Todo porque 𝘀𝗼𝗶𝘀 𝘂𝗻𝗮 𝗽𝗮𝗻𝗱𝗮 𝗱𝗲 𝗶𝗻𝗳𝗲𝗹𝗶𝗰𝗲𝘀 𝗶𝗻𝘀𝗲𝗴𝘂𝗿𝗼𝘀, tan frustrados con vuestra propia existencia y fracasos que no os da para más que para 𝘁𝗿𝗮𝗴𝗮𝗿𝗼𝘀 𝘁𝗲𝗼𝗿í𝗮𝘀 𝗰𝗼𝗻𝘀𝗽𝗶𝗿𝗮𝗻𝗼𝗶𝗰𝗮𝘀 𝘆 𝗽𝗼𝘀𝘁𝘀 𝗹𝗹𝗲𝗻𝗼𝘀 𝗱𝗲 𝗯𝘂𝗹𝗼𝘀 en Facebook. Porque lo único que os hace sentir realizados es estar dentro de un grupo. Y luego tenéis la desfachatez de decir que mi generación es la que está alienada, cuando solo os hace falta miraros al espejo un rato.
[Los antivacunas y “negacionistas”] s𝗼𝗶𝘀 𝗹𝗮 𝘀𝗲𝗰𝘁𝗮 𝗱𝗲𝗹 𝘀𝗶𝗴𝗹𝗼 𝗫𝗫𝗜, y de verdad espero que despertéis algún día y vayáis a terapia a resolver cualquier trauma que tengáis. Seguro que habrá mucha gente que os lo agradecerá. De verdad que necesitar ayuda no es nada de lo que avergonzarse. Pero lo que no voy a consentir bajo ningún concepto es que se me mire a los ojos y se me diga que ellos hubieran hecho lo mismo si hubieran estado en la situación de mi padre, porque claramente no tenéis ni idea de lo que estáis hablando.
Dicho esto, está de sobra decir que 𝘀𝗶 𝗳𝗼𝗿𝗺á𝗶𝘀 𝗽𝗮𝗿𝘁𝗲 𝗱𝗲 𝗲𝘀𝘁𝗮 𝘀𝗲𝗰𝘁𝗮 𝗻𝗶 𝘀𝗲 𝗼𝘀 𝗼𝗰𝘂𝗿𝗿𝗮 𝗮𝗰𝗲𝗿𝗰𝗮𝗿𝗼𝘀 𝗼 𝗰𝗼𝗻𝘁𝗮𝗰𝘁𝗮𝗿 𝗰𝗼𝗻 𝗺𝗶 𝗳𝗮𝗺𝗶𝗹𝗶𝗮 𝗱𝗲 𝗻𝗶𝗻𝗴𝘂𝗻𝗮 𝗳𝗼𝗿𝗺𝗮. Ya tenemos suficiente con tener que lidiar con el hecho de que ahora hay un fantasma vagando por casa”.
Dice también Minerva que, cuando el cadáver de su padre estaba ya en el tanatorio, una de esas “amigas” se acercó a ella, toda llorosa, para decirle que Nico “no había muerto de covid” y que ella misma tampoco estaba vacunada. Nosotros hemos preferido no saber cómo acabó aquel encuentro, aunque es fácil de imaginar.
Desde hace 300 años, los masones y masonas tenemos por norma no hablar, en nuestras Logias, de religión ni de política. Son cosas que separan a las personas y La Masonería se creó hace tres siglos, precisamente para superar divisiones y lograr que las personas conviviesen, aprendiesen unas de otras, construyesen juntas un mundo mejor… por encima de esas diferencias.
¿Podemos hacer eso mismo con el negacionismo científico? ¿Podemos, o debemos, no hablar de ello para no suscitar enfrentamientos? La pregunta es muy difícil.
HECHOS, TEORÍAS Y… CREENCIAS MUY PELIGROSAS
Es un hecho innegable que las religiones, las creencias, los diferentes dioses (hay catalogados unos 4.500 desde el Neolítico para acá) y las sucesivas confesiones o iglesias han sembrado el mundo de sangre durante siglos. Ninguna idea, ninguna invención humana ha provocado tantas guerras, tantas muertes ni tanta devastación como los dioses. Pero en nuestro mundo de hoy, en el mundo occidental, desarrollado y próspero que llamamos Europa o incluso España, eso ya no sucede. Sí pasa, por desgracia, en otras partes del planeta, pero no aquí, o casi nunca aquí. Así pues, las diferencias religiosas o de creencias personales entre nosotros se han convertido (por fortuna) en una discusión a veces enconada, a veces agria o dura, pero en el fondo teórica o filosófica. Haciendo excepción de los terribles atentados terroristas que de vez en cuando sufrimos, las religiones y creencias (repitamos esto: entre nosotros) ya no matan. Separan a las personas, pero nadie muere ya por eso.
Del mismo modo, las diferencias políticas (la otra gran causa de matanzas a lo largo de la historia) ya no son en nuestro país, en nuestro “pequeño” mundo personal o social que compartimos todos, letales. Hace muchas décadas que, salvo terribles excepciones, nadie mata a nadie por ser de derechas o por ser de izquierdas. Entre nosotros, las diferencias políticas separan a las personas, pero nadie muere ya por eso.
¿Podemos decir lo mismo del negacionismo científico y, singularmente, del “movimiento antivacunas”? No. No podemos. Nuestro querido Nico está muerto ahora mismo porque no quiso vacunarse y porque sus “amigos” le animaron a que no lo hiciese. Es un caso entre muchos más. Si se hubiese vacunado, más que probablemente estaría vivo. Esa es otra realidad indiscutible. El “negacionismo” mata. Al menos ha matado a nuestro hermano. Y no es el único caso ni mucho menos.
Que las vacunas, inventadas a finales del siglo XVIII por el hermano masón Edward Jenner, salvan vidas no es una teoría, no es una opinión, no es algo discutible: es un hecho, una evidencia científica miles de veces demostrada. Es una realidad incontrovertible, como lo es la ley de la gravitación universal, la existencia de los Pirineos o que dos y dos suman cuatro. El hermano Jenner es, muy probablemente, el científico que más vidas ha salvado en toda la historia humana.
Negar eso es negar una evidencia. Es situarse fuera de la realidad. Es, por decirlo de una vez, una creencia que no solo no se puede demostrar, sino que se empecina en negar algo demostrado, lo cual la lleva al fantasmal territorio del absurdo o del ridículo. Pero además es, como hemos visto en el caso de nuestro querido Nico, una creencia muy peligrosa, porque acaba con la vida de las personas.
Sostener que la Tierra es plana es algo parecido: un disparate propio de ignorantes o de humoristas. Pero a quién le importa eso: nadie va a morir por mantener que vivimos en un disco y no en una esfera. Proclamar que existen los ángeles, que el futuro puede adivinarse gracias a unas cartas o que el mundo fue creado exactamente en siete días es más o menos lo mismo: no hay forma de demostrarlo, pero tampoco suele hacer daño grave a nadie y es cosa cierta que esas creencias dan esperanza a muchas personas.
Pero afirmar que las vacunas son perjudiciales, que son un invento para controlar el mundo, que con ellas te inoculan chips, que alteran nuestro mapa genético y que el covid-19 no existe, o que se transmite por ondas electromagnéticas, y que no hay que vacunarse, todo eso son algo más que sandeces. Son sandeces muy peligrosas, como ha demostrado la muerte de nuestro querido hermano Nico.
UNA REFLEXIÓN, POR FAVOR
Sabemos muy bien que los antivacunas tienen perfecto derecho legal a mantener en público sus opiniones. Nadie discute eso. Pero los masones nos caracterizamos por buscar siempre la verdad, por formar nuestro criterio gracias al librepensamiento (que no consiste en decir lo primero que a uno se le pasa por la cabeza, sino en informarse bien antes de hablar) y por combatir el fanatismo, la ignorancia y la ambición.
Partiendo de ahí, es casi una obligación ética alzar la voz para desmontar los bulos, las fantasías conspiranoicas y el inaudito fanatismo de quienes siguen repitiendo obcecadamente sus barbaridades incluso delante del cadáver de alguien que ha muerto por hacer caso de todo eso. Como dice perfectamente Minerva Brihuega, “la pertenencia a un grupo” más o menos “alternativo” puede causar satisfacción u orgullo en mucha gente, y tienen derecho a ello. Pero cuando lo que ese grupo sostiene se traduce en muertes, como la de nuestro hermano Nicolás, el silencio ante esos grupos o movimientos muy fácilmente podría interpretarse como complicidad. Y eso es demasiado.
Arte Real, como Logia masónica (en la que todos estamos vacunados, vaya eso por delante), no pretende ni puede pretender la persecución, la segregación o la estigmatización de nadie. Piense como piense. Nada más lejos de nuestra intención. Lo único que buscamos con estas líneas, escritas desde el inmenso dolor por la pérdida de un hermano, es mover a quienes las lean a una reflexión serena y sincera sobre este asunto, y a que cada cual tome una posición cabal sobre él. Porque a Nico lo mató el virus del covid-19, eso es incuestionable. Pero también lo es que, en su caso como en otros, el maldito virus creció y se multiplicó en el caldo de cultivo del fanatismo más irracional.
Lo peor de todo, sin embargo, sigue siendo que Nico ya no está. Eso es irreversible y desgarrador. Nunca le olvidaremos, cómo podríamos. Lo único que somos capaces de hacer ahora es lo que siempre hacemos los masones en trances amargos como este: gemir, gemir, gemir… y esperar.
Adiós, queridísimo hermano.